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jueves, 25 de febrero de 2010

De la vida de San Juan María Vianney, cura de Ars. III


Una noche se despierta al zumbido de un enjambre de abejas, enciende la luz y sacude con fuerza la colcha para alejar aquellos insectos, pero no hay ni una. Con frecuencia el género de persecución diabólica era más estudiado. Un día al acostarse en su duro jergón (colchón) notó como éste se hundía como si fuese de blandas plumas, oyendo al mismo tiempo el gemido de un niño. Este género de tentación lo asustó sobremanera, creyéndolo un peligro para su pureza y rogó fervientemente al Señor para que le librase. El jergón se volvió otra vez duro y no volvió a sufrir tentaciones semejantes. Estas terribles persecuciones demoníacas cansaban sobremanera al buen cura de Ars, pero nunca llegaron a abatirle.

Llegada la hora de levantarse y después de sufrir todo género de horrorosas visiones y persecuciones por parte de los demonios, se ponía en pie hacia la dos de la mañana pensaba en los penitentes que ya le esperaban, y saltando del lecho con presteza, comenzaba una nueva jornada de duro y agotador trabajo, hasta la noche, en que comenzaba otra vez los tormentos diabólicos.

Se le veía pálido y extenuado, le preguntaban si estaba malo, -No respondía, estoy bien, pero el "Grapin" (nombre familiar en francés de "gato") me ha hecho tantas esta noche que no he podido pegar un ojo. En el año de Nuestro Señor de 1842, vino a Ars un gendarme de Massimy. Quería confesarse con san Juan María Vianney y por ello se levantó con los primeros penitentes a muy temprana hora de la noche y se fue a la puerta de la iglesia para esperar al párroco.

El caso es que tardaba en venir, y entonces el policía se puso a pasear junto al muro de la rectoral cuando de la ventana en la que dormía el presbítero salío un grito muy agudo. Un poco asustado, el gendarme se acercó y pudo oír perfectamente una voz horrible y cavernosa que decía
¡Vianney, ven...ven..! Aquel grito y aquella voz le dejaron helado. A él, un tipo duro acostrumbrado a lidiar con malechores. Preso de grande agitación abandonó la rectoral y se fue hacia la iglesia donde los demás penitentes estaban esperando.

Cuando estuvo a la vista de la iglesia y de los peregrinos, se volvió hacia atrás y vino venir al párroco con una luz en la mano que se acercó tranquilo y tomándole por un brazo lo acompañó hasta el confesionario.
Le confeso y con gran maravilla del gendarme le expuso el motivo de su visita a Ars y le despidió satisfecho.

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